Paul Galtzagorri

Abandoné el verde valle de Aranguren con una maleta de cartón llena de trajes de baratillo y mientras apuraba un txantxigorri reseco en la estación de Hendaya, remendé mi ridiculum vitae y abordé un TGV, resuelto a dejar atrás mi mundo de hayas. En una Institución Europea comencé mi andadura, lugar idóneo para tan perfecto caradura. Una familia griega me dio techo y manutención, a servidor, que nunca leyó el Ion de Platón. Aprendí lenguas, hice amigos, abrí la mente, yo, un joven navarro displicente. A cambio, me perdí los ascensos de Osasuna, innúmeros pintxos de foie, el dulce sabor de los madroños de Mugartea,  el olor a hojas secas macerando en el suelo de la Media Luna, una tarde de otoño cualquiera. Y ahora que estas líneas escribo, amigo lector de esta columna, ten en cuenta, que un viaje de mil millas comienza con el primer paso, y que en un mundo donde todos estamos de paso, no hay lugar para el fracaso. Todavía sueño con volver a ver los montes de Lizaso.

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