Pamplona puede ser una ciudad maravillosa

PAMPLONA BELLA

Crédito: @Arnaucomics

Volé desde una capital centroeuropea en una aerolínea de bajo coste, no pude pegar ojo la noche anterior, el catálogo de productos sobre mis rodillas. Los azafatos no paraban de promocionar artículos absurdos, tratando de conmover con historias lacrimógenas, imposible echar una cabezadita.

Logré llegar a tiempo al Sadar, administrando el resuello, sin poder enfundarme la elástica rojilla, azorado como un facóquero asediado por una manada de hienas. Infame, bananero el planeta Renfe, con retrasos de más de una hora, trenes de cercanías que nunca llegaban, desairados viajeros octogenarios lanzando invectivas contra la infamia del desgobierno ferroviario.

Pero hemos estado ahí, viendo en vivo y en directo el gol primigenio de Raúl García de Haro para derrotar a los del Rayo. El pistoletazo de salida a más de tres semanas en mi tierra, con la familia y la cuadrilla, disfrutando las fiestas.

Me impresionaron las luces navideñas de la ciudad, esas estructuras gigantes con todo tipo de formas y motivos, para quedar inmortalizado, en un selfie, sufragado por los esforzados contribuyentes de la capital navarra.

Pamplona puede ser una ciudad maravillosa.

Acudí a una defensa de tesis doctoral (una fiesta de la inteligencia), vi tocar a Sting en el Navarra Arena – impresionante atmósfera, público entregado, cada bocanada de aire que tomaban para insuflar ánimos al veterano músico y su banda (eso sí, hubo que rascarse el bolsillo para ver a Roxanne en directo).

Disfruté como un enano en la plaza del Ayuntamiento con el espectáculo de videomapping, aprendiendo todo lo que siempre quise saber sobre el Privilegio de la Unión y nunca me atreví a preguntar, todo ello aderezado con los villancicos de McCartney.

Recorri una vez más, como cuando era un mocete, los Belenes expuestos en Baluarte (fascinante el homenaje al Londres de Mary Poppins; impresionante la evocación del primer Belén de San Francisco de Asís; fastuoso viaje al Egipto de los faraones que hubiese hecho feliz al mismísmo Terenci Moix).

Disfruté de las excelsas croquetas de La Huerta de la Chicha, degusté unos sublimes pintxos en el Iruñazarra con mi hermano mayor, mientras una castañera nos desvelaba los entresijos del oficio.

Hasta fui invitado a unas Bodas de Oro en la joya románica de la iglesia de Eunate, con cena posterior en el Bar Restaurante Los Nogales, en Muruzábal, precioso pueblo, a tiro de piedra de Pamplona (no se lo pierdan).

En el debe, me defraudaron los Roscones de Reyes de nuestros más reputados hornos, este año parecieron racionar el agua de azahar y las frutas escarchadas como si fuesen el oro negro de Moscú. Hasta fueron roñicas con el azúcar glaseado, remplazándolo por unos arabescos de chocolate con ribetes dorados, un ornamento innecesario, extravagante.

Claro, uno paga por adelantado, sin ver la mercancía, arteramente oculta en una despampanante caja de cartón en la que luego guardará las copas de champán moribundas después de los brindis, y constata el fracaso reflejado en las caras largas de los comensales a posteriori, después de haber pagado religiosamente (es decir, blasfemando) esa porción de felicidad que es el Rosco regio.

Yo he visto cosas que vosotros no creeríais. Niños ataviados de casero más allá de Ripagaina. El olentzero gigante en los jardines del Gobierno de Navarra. He visto el monte San Cristóbal sacudido de nieve y he jugado partidas de lasertag con la cuadrilla, a las puertas de la calle Monjardín. Todos esos momentos se perderán en el tiempo, como gotas de txirimiri en el Arga. Es hora de abandonar Pamplona.

Y de planificar la siguiente visita, cuanto antes.

(Las opiniones expresadas en esta columna corresponden exclusivamente a su autor)

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