De carnavales por Navarra

ziripot nuevo

Recuerdo que de niño, como alumno de primaria, la celebración de los Carnavales en mi colegio de Pamplona era pura incertidumbre, capricho e improvisación. Me viene a la cabeza una ocasión en la que mi madre, ante la falta de criterio de la institución educativa, me confeccionó un disfraz hecho con bolsas de basura. Finalmente, apenas vinieron a clase dos o tres alumnos disfrazados. La profesora alabó mi indumentaria, digna de un personaje de Samuel Beckett, como “muy original”.

Ahora leo (y escucho) con alegría en Pamplonews sobre los maravillosos Carnavales de Ituren y Zubieta, con los desfiles de Joaldunak, pertrechados de sus enormes cencerros, tintineantes sobre el dos de oros. Evoco ese ruido ensordecedor, como si estuviese en medio de un recital de los Nine Inch Nails. En estos pueblos, según la tradición, el estruendo sirve para ahuyentar a los malos espíritus y despertar la tierra para la primavera. Todo sea por dinamizar la industria conservera navarra.

Más adelante llegará el Carnaval de Lantz, con sus tres días de asueto y jolgorio en las calles. Durante el carnaval, los lugareños se disfrazan con trajes coloridos y máscaras, participando en desfiles y danzas. Los personajes principales incluyen a Ziripot, un hombre de físico no normativo cubierto en sacos; Zaldiko, un díscolo rocín que trata de derribar a Ziripot; y los Arotzak, herreros que con sus martillos y tenazas elevan los decibelios como si uno estuviese de tardeo en el Subsuelo. Lo más parecido que he visto allende nuestras fronteras fue un concierto de Slipknot en Kaiserlautern.

Y una vez más, como no puede ser de otra manera, se producirá la captura y quema de Miel Otxin, ese ladrón de paja y tela, simbolizando la eliminación del mal y la purificación de la comunidad (algo así como darse de baja en el gimnasio, desairado por la falta de resultados).

Aunque en los últimos años he podido visitar los famosos carnavales de Colonia, con sus célebres «die Jungfrau», «der Prinz» y «der Bauer», me he mezclado con Arlequín y Pantalone en las calles enfangadas de Venecia o he bailado la samba después de un suculento Rodizio Brasileiro, siempre sueño con volver a ver los Carnavales de Navarra.

Y es que no hay nada más edificante que el olor a paja quemada y el frenesí de una turba encolerizada para recordarnos que es mejor hacer las cosas bien.

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