El camino a casa remando en un plato de potxas

Las potxas de Paul Galtzagorri

Crédito: @Arnaucomics

El navarro en el exilio observa con ansiedad cómo languidece el año. Se suceden las fechas grabadas en el inconsciente colectivo del viejo Reyno: la festividad de San Saturnino, patrono de Pamplona, y después la de San Francisco Javier, copatrono de Navarra.

Así, el Gran Día de Navarra se acerca y uno sabe que se lo perderá, una vez más. Lidiando con el ominoso destino, cautivo y privado de las fiestas, mientras la cuadrilla anuncia sus planes para el puente foral en el grupo de WhatsApp, uno asume que tendrá que trabajar como un esclavo mientras sus amigos esquían en Jaca, disfrutan de la lluvia en Sevilla o acuden a inspeccionar in situ los entrenamientos de Osasuna, cual discípulos del Gran Jagoba.

Mientras una miríada de farolillos incandescentes surcaban el cielo de Pamplona la víspera de San Saturnino, yo me tenía que contentar con ver el final de la serie de Loki en mi madriguera alquilada a precio de oro, sito en una calle anónima de una capital centroeuropea, retrepado, incómodo, en mi sobrio sofá biplaza de Ikea, soñando con emular a la taimada deidad nórdica del Universo Marvel, viajando libremente a través del espacio-tiempo.

Y así, volví de repente al piso de la calle Aralar donde crecí, treinta años atrás en el tiempo. Me veo ahora a mí mismo volver del colegio, embutido en una bata a cuadros blanquiazules, embadurnada de ceras Manley, subiendo de prisa las escaleras hasta el tercer piso, tratando de evitar las embestidas de Yaco, el fiero cánido de los vecinos del cuarto, al que nunca ciñó la preceptiva correa.

En el comedor del hogar familiar me observo mirando absorto la vieja Telefunken, un ojo cegado por un tafetán, como si fuese Nick Fury. Mi madre deposita frente a mí un plato hondo, y de una marmita descomunal, humeante, comienza a caer sobre mi plato una fabulosa cascada rojiza, mi ración de potxas.

En la seguridad del calor del hogar, mientras engullo mis potxas, rodeado de mis hermanos y fascinado por la televisión, accedo a lo que se ha dado en llamar felicidad.

Paul Galtzagorri

Me veo salivar como el perro de Pavlov, doblemente estimulado por la inminente ingesta del plato tradicional preparando con el amor de una madre y el consumo al unísono de una ración de series americanas. Antes de proceder a devorar con la rasmia de un descendiente de Espoz y Mina mi plato, una milagrosa lluvia de meteoritos verdes cae sobre mis potxas. Y descubro entonces que con unas tijeras de cocina, mi madre está troceando una piparra para sublimar la receta.

Me abandono entonces al placer de llenar la andorga mientras no pierdo detalle de las vicisitudes de Steve Urkel, las peripecias del mismísimo Príncipe de Bel Air, o la displicencia rebelde de Bart Simpson.

En la seguridad del calor del hogar, mientras engullo mis potxas, rodeado de mis hermanos y fascinado por la televisión, accedo a lo que se ha dado en llamar felicidad.

Vuelvo irremisiblemente al presente, mientras atravieso las hileras anodinas de un supermercado. Unas orondas teutonas cargan innúmeros rollos de papel higiénico en su carrito mientras un auditor rumano compra una bandeja de sushi que habrá de comer frente a su ordenador. Busco sin esperanza alguna los ingredientes para preparar un plato de potxas y mitigar la nostalgia, en el Día de Navarra.

Me veo obligado a claudicar en la sección de conservas. No hay forma humana de comprar potxas en el extranjero, y me veo obligado a sustituir el ingrediente esencial, primigenio, por unas feijão-branco portuguesas, abandonándome al albur de la peristalgia lusa. No podré confeccionar nuestro plato usando maduros tomates feos de Tudela, sino que habré de prostituirme gastronómicamente y emplear tomates marroquíes, mientras clamo al cielo contra los acuerdos de libre comercio de la Unión Europea.

En lugar de emplear unas cebollas Marchite he de contentarme con unas minúsculas cebollas amarillas Bio que me costarán un ojo de la cara. Dudo mucho que Miguel Hernández hubiese entonado una nana a semejante engendro vegetal.

Con nostalgia acudo a seleccionar los pimientos rojos y verdes, evocando mis visitas dominicales al mercadillo de Landaben con mi padre, y el donaire con que ponderaban la mercancía los de Lerín: ¡estas alcachofas son más tiernas que el día de la madre! Por supuesto no podré sustanciar mi receta con el glorioso ajo de Falces y habré de reemplazarlo por ajo holandés, insípido y lisérgico.

Unas zanahorias transgénicas exornan mi carro como banderillas fosforescentes, que ni el mismísmo Bugs Bunny se las comería. En vez de un excelso aceite de oliva de La Maja habré de ejecutar mi sofrito con un aceite griego, cual Yanis Varoufakis.

Una ráfaga de desasosiego me sacude al encarar la sección de charcutería. Soñaba con adquirir panceta de Pío Navarro, nuestro gorrín del Baztán, criado con exquisito mimo (se dice que la piara se ve obsequiada con una lectura pública de la trilogía de Dolores Redondo para entretenerles antes de encarar la milla verde). En lugar de ello adquiero carne de cerdo ciego y anónimo, sin pedigrí, absoluto clembuterol.

Remato la infausta tarea de aprovisionamiento buscando unas piparras que no encontraré jamás. Italia acude al auxilio y localizo un sucedáneo indigno en forma de peperoncini verdi. En este momento sello mi destino: mis potxas se han convertido en una impía oda a la Torre de Babel.

Ya en casa, mientras escucho un disco de Marea, comienzo a cocinar con mi robot de cocina (El Mejor Amigo del Hombre). Mientas el artefacto alemán hace lo suyo me sirvo una copita de patxarán y me siento frente a la ventana, viendo las ruedas de los coches dar vueltas y vueltas, pensando qué habrá sido de Carlton Banks y Laura Winslow.

Al final, cada elemento foráneo de mi plato de potxas, en perfecta amalgama, logra traer de vuelta un remedo del sabor tradicional de casa inscrito en mi paladar, al igual que la forja de mis experiencias en el extranjero han logrado mantener vivo el fuego de mi alma navarra.

Dicen que un viaje de mil leguas comienza con un solo paso. En mi caso, un viaje de 1,200 kilómetros a través de las Galias y los Pirineos para volver a mi hogar, Pamplona, comienza remando contracorriente con una cuchara en un ancho plato de potxas (quiero decir, unas feijão-branco portuguesas).

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