La colina de la hamburguesa

La colina de la hamburguesa

Todavía recuerdo con delectación aquellos miércoles a la salida del colegio, preludio de una tarde sin clases. Me esperaba un rato de televisión de calidad, con series como “El príncipe de Bel Air”, “Cosas de casa”, “El Equipo A” o “Los Simpsons”, antes de ponerme a hacer la tarea o dibujar.

Pero sobre todo, en la mesa me esperaba mi plato favorito: el arroz a la cubana. Como el perro de Pavlov, aguardaba la campanada de la última clase para empezar a salivar, anticipando el sencillo placer de un arroz blanco (preparado con mantequilla en nuestra tierra); tomate frito; tres salchichas, tres, y dos huevos fritos.

Como un ritual sagrado, recuerdo cómo mi madre plantaba un pequeño iglú de arroz volcando con pericia una enorme taza de café sobre mi plato; troceaba después con unas enormes tijeras de cocina las salchichas y el huevo, procediendo después a revolverlo y regarlo con el tomate. Los ingredientes iban cayendo como el maná del cielo, amontonándose sobre el plato al unísono con mi apetito indomable de joven navarro, como en una sinfonía de Mahler.

Durante los recreos, algunos compañeros de clase fiaban su tentempié a la industria pesada de la bollería industrial: Phoskitos, Bollycaos, Donetes y otros productos emergían de sus mochilas con una voluptuosidad azucarada.

Yo, en cambio, extraía un bocadillo casero de chorizo pamplonica envuelto en papel albal, un valor seguro, como una holding company en las Islas Caymán, que me procuraba la fuerza y energía necesarias a la vez que combustible para soltar unas llamaradas dignas del dragón Snaug cuando alguien osaba refutar mis sumas o mis dictados.

Cuando salía a cenar con la cuadrilla, los modestos presupuestos no nos impedían acudir a establecimientos de calidad como el Jesús Mari, aunque las más de las veces éramos rehenes de las franquicias de comida rápida: McDonalds, Burger King, Telepizza, Pans&Company.

De vez en cuando testeábamos nuestra peristalgia acudiendo a los restaurantes chinos, también fuimos testigos del advenimiento del sushi y el kebab. A veces tocaba cenar de manera furtiva en los bancos de los parques e invertir la choja en priva, como personajes de “Historias del Kronen”.

Ahora somos respetables miembros de la sociedad y no nos preocupamos de las cosas de las que solíamos hacerlo. Hacemos visitas puntuales al Olaberri, al Rodero o al Molino de Urdániz y cuidamos nuestra dieta como gladiadores dacios. Contamos nuestras calorías con un microtomo y nos prostituimos pidiendo cerveza sin alcohol en las terrazas.

Por eso he leído con consternación el estudio realizado por la Fundación Eroski y publicado en la revista Consumer, que revela que el 94% de los menores navarros de entre 8 y 12 años consume semanalmente alimentos como hamburguesas, perritos calientes, pizzas y patatas fritas. Hablando en plata, comida basura.

Además, el estudio señala que el 95% ingiere bollería, galletas y golosinas con la misma frecuencia, y el 39% lo hace tres o más veces por semana. En cuanto a las bebidas, el 84% consume refrescos o zumos semanalmente, y el 36% más de tres veces por semana; asimismo, el 14% toma bebidas energéticas de forma semanal.

¿Qué nos está pasando? ¿Por qué nuestros adolescentes comen tan mal?

Algunas de las razones que pueden explicar el avance imparable del imperio de las grasas trans pueden ser la accesibilidad y bajo precio de estos alimentos; la publicidad feroz y el marketing indiscriminado; la falta de educación alimentaria; la influencia social y familiar; el estrés, las emociones y la ansiedad o la falta de tiempo y planificación.

No nos puede pillar por sorpresa esta querencia del joven navarro por la comida basura. A menudo, en restaurantes de postín se ofrece el llamado menú infantil, que frecuentemente consiste en una aberrante selección de inmundicia alimentaria, un all-star de la grasa saturada: nuggets, hamburguesas, patatas fritas, pasta, salchichas.

Así, mientras los progenitores degustan espinacas salteadas con caviar o merluza en tres edades, los niños se solazan con bazofia de bajo coste. Y en casa, más de lo mismo: mientras los adultos se reservan la tostada de aguacate con salmón ahumado y canónigos, para los nenes abren una bolsa de congelados con filetes de pescado empapados en glutamato monosódico que arrojan a la freidora de aire con desdén y hastío.

¡Ay de aquel que malalimente a estos pequeños navarros! ¡Más le valdría que le ataran al cuello una birika y una ristra de relleno y lo arrojaran al Arga!

La comida basura engendra comida basura. Si no educamos el paladar de nuestros jóvenes, habremos creado una generación perdida para la gastronomía.

No podemos pensar que los tiempos pasados siempre fueron mejores. Si consultamos al azar la obra “La cocina popular navarra” de Sarobe Pueyo, documento fundamental para entender el ars culinaria en Navarra, encontramos platos tan discutibles como la musharra; las ratas de agua guisadas; el calderete de samarucos; las picarazas en salsa; el galforro guisado o el cuervo en salsa.

¡Con qué severidad juzgábamos a los chinos y su uso del murciélago para preparar sopas! Veíamos el pangolín en el ojo ajeno y obviábamos la ardilla en salsa en el propio!

Y, pese a todo, aún queda espacio para la esperanza. El 47% de los niños y niñas encuestados manifiesta ser consciente de la necesidad de mejorar su alimentación, con la intención de consumir más fruta, reducir los productos ultraprocesados y aumentar la ingesta de agua.

Alejandro Martínez Berriochoa, director de la Fundación Eroski y de la Escuela de Alimentación Eroski, interpreta este dato como un signo alentador: demuestra que todavía estamos a tiempo de influir positivamente en sus hábitos antes de que entren en la adolescencia, una etapa en la que estos cambios resultan mucho más difíciles de instaurar.

Todavía podemos reconectar con esa cocina familiar, sabrosa y honesta que nos alimentaba como hombres y mujeres libres. Todavía podemos detenernos, aunque sea por un instante, en esta vida domesticada por la inmediatez, el algoritmo y el swipe, y volver a cocinar un plato sano y nutritivo. Todavía hay margen para enseñar que en marzo comienza el bróquil y en junio, las habas en calzón.

La comida basura no es solo un problema de alimentación: es un síntoma de una cultura que nos ha enseñado que lo barato y procesado es aceptable. Vivimos inmersos en una cultura de lo instantáneo, lo superficial y lo estandarizado, y donde el capitalismo de consumo de masas ha logrado convertir incluso el acto sagrado de alimentarse en un mero trámite.

No es casualidad que comamos mal: es rentable. Alimentar sin nutrir, saciar sin cuidar, comprar sin pensar. En los tiempos de Glovo, la comida rápida no es solo un alimento: es una filosofía, el utilitarismo gastronómico.

Pero si nuestros adolescentes aún tienen hambre de algo mejor, si su paladar aún no ha sido completamente arruinado por el aceite de palma y los difosfatos, entonces hay esperanza. Quizá, con voluntad y tesón, podamos rescatar la cocina como un acto de amor y resistencia diaria.

Porque educar el gusto es educar el alma. Y si queremos que los navarros del mañana sigan siendo dignos herederos de una tierra con identidad y sabor, no bastará con enseñarles a no comer comida basura: habrá que enseñarles a disfrutar la buena mesa. Con el tenedor. Con el paladar. Con la memoria.

Y que así, algún día, ellos también recuerden sus miércoles como un ritual. No por la hamburguesa de carne LFTB congelada ni refrescos pródigos en ácido ascórbico, sino por ese plato cocinado con amor que los hizo sentirse llamados a acudir al “Festín de Babette“.

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