Sanfermines 2004

Gracias a John llegué a descubrir la esencia escondida en nuestras fiestas de Sanfermín, más allá de la algarabía y la jarana interminable. Descubrí qué es la vida y por qué merece la pena vivirla

Aquellos Sanfermines

Aquellos Sanfermines Crédito: Arnau | @Arnaucomics

Si cierro los ojos, apretando los párpados muy fuerte, invocando al hígado y sintonizando el alma, todavía puedo recordar mis primeros Sanfermines adultos, más allá de aquellos primeros escarceos de la infancia corriendo detrás de los cabezudos, madrugando para ver el encierro en la plaza con mis padres, las visitas a las barracas, desbrozando nervioso los boletos en la tómbola de Caprichitos.

Fue en el año 2004, hace más de veinte años. Yo entonces tenía 19 años y como decía,  fueron los primeros Sanfermines de noches blancas, infinitas, saliendo con la cuadrilla, lidiando con la rasca, estirando el presupuesto, enlazando la noche con el alba como un lobo-hombre en Pamplona, presenciando los encierros in situ. Testigo sinóptico desde el Chupinazo hasta el “Pobre de Mí”.

Aquél mes de julio nos visitó mi amigo John desde Atlanta. Yo había pasado el verano anterior con su familia, para aprender la lengua de Walt Whitman y Doris Day. Rebosante de energía, con su aire a lo Quentin Tarantino, las ganas de devorar la fiesta, de observar todo, de experimentarlo todo. Un digno heredero de Hemingway con sus puros y todo, gesticulando sin parar, exprimiendo mi sistema nervioso y desafiando mi querencia por la tranquilidad del hogar.

Como un dócil diplomático traté de satisfacer la sed de experiencias nuevas de mi amigo americano. Allí nos plantamos, en mitad de la Plaza del Ayuntamiento, para presenciar el Chupinazo. Curiosamente, me confesó su claustrofobia y angustia pocos minutos antes del lanzamiento del cohete, cuando ya era imposible echarse atrás y toda tentativa de salir de aquella marabunta blanca y roja hubiese resultado en vano, arriesgándonos a ser despedazados en el intento.

Quince años después, mientras veíamos juntos un partido de beisbol en el estadio de los Braves,  John recordaba todo aquello con la nostalgia de la juventud perdida, la mirada ausente sobre la tercera base, que hubiese querido trocar en la curva de la Estafeta:

“El Chupinazo es impresionante también. De veras me da mucha claustrofobia hasta hoy cuando lo veo por internet! Como todo de San Fermín, el Chupinazo tiene su propia energía que no existe en otras partes del mundo. La cantidad de gente, todos vestidos en blanco y rojo te da un sentido  de comunidad que te quita afuera de tu propia perspectiva. Cuando individuales se convierten a olas blancos y rojos. Si tienes claustrofobia como yo, estar cerca del chupinazo sirve bien. No hace falta estar en el centro pero si quieres, dale!

Me costó explicarle por qué la gente nos arrojaba toda clase de detritus desde los balcones y por qué nos estábamos ensuciando como sendos facóqueros. Sin embargo, pareció sintonizar con los cánticos que clamaban “No seas rata, el agua está barata”. 

Acudimos a todos y cada uno de los ítems en el programa oficial de fiestas. Salíamos por la mañana, por la tarde y por la noche. De punta en blanco y bañados en la inmundicia, azorados por la canícula y ateridos de frío en la madrugada de Antoniutti.

Presenciamos las tradiciones más venerables y nos arrastramos por los antros más infames, nos fundimos con los niños en la salida de la Comparsa de Gigantes y Cabezudos y congeniamos con los ancianos de camisa blanca e impoluta en la procesión, el pantalón con la raya.

Comimos los manjares más excelsos de la gastronomía navarra y la más puñetera bazofia como tentempié para evitar el colapso etílico. Acudimos a los toros en sombra y en sol; presenciamos los conciertos en el extinto Sadarcillo, la salida de las mulillas y las colas en los churros de la Mañueta. Las dianas y la Corrida Vasco-Landesa. Vimos a Dover y El Canto del Loco, el Mägo de Oz y Elíades Ochoa. Acudimos al baile de la alpargata y al Labrit para ver la pelota, a la misa de San Fermín y a la llamada del hedonismo salvaje en la fuente la Navarrería

Nos convertimos en seres amorales que transitaban las fiestas como dos epícureos con pañuelico y faja, los ojos inyectados en sangre por el insomnio.

Mientras mis amigos de la cuadrilla descansaban para poder aguantar el ritmo, yo debía arrostrar la suicida labor de Cicerone en Sanfermines. Mis padres no dejaban de invocar el programa sugiriendo una nueva actividad para agasajar al invitado, que John quería acrisolar, añadir a su acervo sanferminero.

En aquellas jornadas maratonianas, John no se conformaba con la manifestación externa, el instante anecdótico. Me interrogaba como un Sócrates moderno para indagar los motivos últimos, la razón de ser, la naturaleza de la fiesta. Cuando como un sofista empapado en kalimotxo no recurría al vil arte de la invención, llegó a producirse verdadera filosofía.

Gracias a John llegué a descubrir la esencia escondida en nuestras fiestas de Sanfermín, más allá de la algarabía y la jarana interminable. Descubrí qué es la vida y por qué merece la pena vivirla. Por qué un amigo de verdad es un tesoro, aunque no seas capaz de seguirle el ritmo y te destroce los nervios.

El momento culminante de aquellos Sanfermines fue presenciar la corrida de toros en el tendido de Sol. Pertrechados de hectolitros de sangría almacenada en cubos de fregar, nos lanzamos de lleno a una orgía de sangre, alcohol y música. Entre el estruendo de las peñas cantando la “Chica ye-yé” o al gran José Alfredo, mientras el torero practicaba la lidia en el ruedo, podía ver el rostro de felicidad de John. 

Unos momentos después se produjo la epifanía.

Unos peñistas decidieron usar de blanco perfecto a John para dedicarle un “Cumpleaños Feliz”…rematado por una ducha de sangría. Podía palpar la tensión, la ira que se arremolinaba en la noble mirada de John. Parecía que toda la magia se había arruinado con aquella gamberrada estúpida y gratuita. Me temía el inicio de una pelea salvaje en la que tendría poco menos que tomar partido y salir probablemente vapuleado. Pero alguno de mis amigos, con gran lucidez, pudo esbozar una frase, una iluminación. Algo así como “It is what it is, it’s a game, nothing personal, they are just playing. Let it go”.

Entonces en un alarde de sabiduría John se calmó, se recompuso, esbozó una sonrisa sincera y disfrutó de aquél extraño bautismo pagano con la más pura felicidad.

Años después, el propio John me dijo con la seriedad de un patriota americano que aquél fue el momento más feliz de su vida. Me lo explicaba así:

“Hablando de Sanfermines…si cuando fuimos a los toros en “sol” con tus amigos con las cubatas super grandes de sangría fue una de las mejores experiencias de mi vida. Al momento del cumpleaños feliz, me di cuenta de que esa memoria sería una en que reflejo casi cada día de mi vida”.

Han pasado más de veinte años de aquello. En las noches cálidas y húmedas de Atlanta, la ciudad de la Coca-Cola y Martin Luther King, John me confiesa que todavía recuerda aquellos días de julio en Pamplona. “El olor de gofres con chocolate, kalimotxo, tabaco, porros, puros, mezclado con el aire puro de Pamplona es el olor de la fiesta.”

“Es un ambiente único que no existe en cualquier otro lugar. Claro que hay fiesta y toros por todos lados de España y todas son buenas, todas son divertidas, pero Sanfermines es único. La fiesta tiene su propia energía, su propia vibración que se necesita sentir en persona”. 

Y yo me pregunto: ¿Por qué?

“…sobre todo, son las amistades con vosotros que más me recuerdo. Se podría ir a Sanfermines solo o con algunos amigos americanos, pero no sería lo mismo sin vosotros. Diría que los pamploneses en sí mismos forman la fundación de todo. Para un extranjero, lo más importante es formar buenas relaciones con la gente. Te llegarán por todos lados y te mostrarán una profundidad de experiencias que formarán recuerdos que llevarás por toda la vida”. 

¡Viva San Fermín! ¡Gora San Fermín!

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