El descubrimiento

Héroes en el Planetario
— “La SN 1987A fue una supernova que explotó en 1987 en la Gran Nube de Magallanes, una pequeña galaxia cercana a la Vía Láctea. Fue tan brillante que pudo observarse a simple vista, algo que no ocurría desde hacía cuatrocientos años”.
Pello se retrepó súbitamente en su butaca, sacudido por la familiaridad de la fecha mencionada por la maestra en la oscuridad del planetario. Con el regusto a bocadillo de chorizo pamplonica del almuerzo, medio acogotado, prestó atención al espectáculo que se cernía sobre su cabeza, como si fuese una escena de La amenaza fantasma. La pequeña nube de Magallanes parecía un pequeño pueblo colindante a una gran explosión de fuego, la Gran Nube de Magallanes, hecha fosfatina en la recreación científica. Más alejada quedaba la Vía Láctea. A unos 170.000 años luz, para ser exactos.
La maestra rebajó la euforia de Pello. “La Gran Nube de Magallanes solo es visible desde el hemisferio sur, por lo que la supernova no se pudo ver desde latitudes septentrionales”.
Por un momento Pello había soñado con que en el año de su nacimiento hubiese habido en Pamplona un castillo de fuegos artificiales descomunal, nada menos que una supernova reventando como un petardo en las fiestas de la Txantrea.
— “A todo esto, ¿sabríais decirme qué es una supernova?”
Un silencio sideral invadió la sala del planetario. La oscuridad brindaba a los alumnos más díscolos la oportunidad de perpetrar una gamberrada, proponiendo alguna grosería a modo de respuesta.
Pello se disponía a ejercer de agente del caos improvisado soltando el primer exabrupto dictado por su cerebro de adolescente cuando una voz dulce y melódica irrumpió de pronto cancelando el silencio.
— “Una supernova es la explosión con la que una estrella masiva llega al final de su vida”.
Pello había girado el cuello siguiendo la estela de la voz con la respuesta flotando en el aire. Una alumna desconocida para él (debía de ser de otro colegio) se había puesto en pie para declamar su réplica. La explosión de la SN 1987A la iluminaba débilmente. Llevaba una bufanda roja sobre una sudadera de Osasuna.
— “Excelente respuesta”, concedió la maestra.
— “¿Cómo te llamas?”
— “Amaia”.
— “¿Y de qué colegio vienes, Amaia?”
— “Del Atarrabia”
Pello anotó mentalmente la conversación mientras sentía cómo el sofocante traje de goma de payaso se le iba desprendiendo del cuerpo. Había estado a punto de fastidiarla.
Cayó en la cuenta de que la supernova explotando estaba en realidad muriendo. Y recordó entonces a su abuelo David, las visitas de los sábados a la Casa Misericordia. Lo recordaba desplazándose con sus muletas torpemente por el pasillo, arrastrando su bata a cuadros, su flequillo blanquecino ligeramente peinado hacia arriba. Cuando ya estaba cerca, le daba una colleja amistosa, aderezada con un sugus.
En una de las últimas visitas le había dicho algo extraño que no había entendido bien.
“Chaval, hazte cuenta que sería más fácil enrollar el cielo entero como una pequeña tela que alcanzar la auténtica felicidad sin conocerte a tí mismo”.
La visita al planetario estaba tocando a su fin y Pello seguía absorto en sus recuerdos, la sangre imperceptiblemente alterada. Alcanzó a atrapar las últimas palabras de la maestra, que resonaban en su cabeza mientras atravesaba con su cuadrilla el parque Yamaguchi.
“Recordad que podéis volver siempre que queráis al Planetario, la sala más mágica de Pamplona, donde las estrellas están al alcance de vuestra mano”.
De improviso Pello distinguió a Amaia entre un enjambre anárquico de estudiantes, en el momento en que estaba a punto de ser abducida por el autocar Fonseca que debía devolverla a su centro escolar. Súbitamente echó a correr Pello, que en ese momento sólo deseaba hacerle partícipe a Amaia de su descubrimiento de aquella mañana. Emulando a Barry Guiler en Encuentros en la Tercera Fase, Pello se introdujo a empellones en aquél autobús escolar…
A Pello le gustaba mantener su camión de bomberos limpio. Cada mañana, orgulloso, rodeaba el vehículo, escudriñándolo, a fin de encontrar cualquier mácula, que eliminaba con un trapo, a conciencia. Aquella fría mañana de enero, después de practicar las preceptivas abluciones, se disponía a tomarse un cortado. En la radio bramaba la voz del Pirata, presentando un tema de Oasis.
Pensaba Pello en aquellos hermanos de Manchester, siempre a la gresca, que habían creado algunas de las canciones que formaban la banda sonora de su vida, mientras se mesaba la barba y degustaba el sabor amargo de su dosis matinal de cafeína. Liam Gallagher se estaba preguntando cuántas personas especiales cambian y cuántas vidas se viven de manera extraña, cuando resonó atronadora la señal de alarma en la estación de Cordovilla.
Pello descendió por la barra que conducía al parque móvil electrizado por la adrenalina. La centralita bramaba por la radio.
El planetario estaba en llamas.
Pello, desde la calle Sancho Ramírez, oteó la columna de humo que serpenteaba sobre la cúpula del joyero de estrellas. Pertrechado de su manguera, como una gigantesca boa, pensó en Amaia, su abuelo David, en la SN 1987A.
Algo se le rompió por dentro y estalló en llanto. Estaba ardiendo la sala más mágica de Pamplona, donde las estrellas siempre habían estado al alcance de su mano.
Horas después, exhausto, Pello pudo por fin distraerse, revisando los mensajes de Whatsapp.
— “Lo reconstruiremos”, afirmó Amaia.
Pello sonrió, consolándose, pensando que al menos aquella noche el cosmos podría divisarse en el planetario directamente, sin necesidad de ninguna proyección.
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