Osasuna nunca se rinde

Osasuna nunca se rinde Crédito: Arnau | @Arnaucomics
El pasado 24 de abril acudí al estadio del Sadar para presenciar el encuentro contra el Sevilla, en compañía de mi hermana, en la que fue su primera visita al campo.
A modo de Virgilio rojillo, ejercí de guía espiritual en ese ritual quincenal en el que miríadas de osasunistas, casi 21.000 almas, se dan cita en el remodelado templo a orillas del río homónimo.
Quedó impresionada con el ambiente en las gradas y la liturgia del partido. El calentamiento de los equipos, el llamamiento electrizante de los Hives, las consignas del locutor, la proclamación del once inicial, cada nombre coreado por el público entregado. La banda sonora del equipo A, para conectar con los aficionados más ochenteros. Y el himno oficial del club, que me puso los pelos de punta, como cada vez que lo escucho en el campo, con el olor a césped recién regado.
La música de Barricada, a modo de himno inoficioso, para sentir la fiebre en las gradas. Un imaginario sincretista a medio camino entre el akelarre y la hazaña olímpica.
Todavía recuerdo mi primer partido en el Sadar, hace casi treinta años. Fui con mi hermano a ver un Osasuna – Villarreal, un 23 de marzo de 1996. Osasuna moraba en segunda división y el Villarreal comparecía con el famoso Belodedici a la cabeza, histórico líbero rumano, que por entonces era uno de los pocos jugadores que podía jactarse de haber ganado la Copa de Europa con dos equipos distintos, el Steaua de Bucarest y el Estrella Roja de Belgrado. Me caía simpático aquel jugador, condenado in absentia por el régimen de Ceaucescu, con su aire distraído de zángano, nombre rimbombante y melódico, melena rizada. Eran los años en los que los cromos de fútbol eran una ventana al mundo exterior que permitía desarrollar los conocimientos de geografía hasta límites insospechados.
Recuerdos de otro fútbol. Si cierro los ojos todavía puedo repetir las imágenes de aquellos goles de Tiko y Palacios para darnos la salvación del averno de la Segunda División B en la agónica temporada 96-97, con el gran Martín Monreal al frente del equipo.
Aquel campeonato navideño de futbito en el que jugué junto al hijo del mítico Ziober, un pequeño diablo con aspecto de fiero lobezno que jugaba un fútbol recio y duro del este.
También aquella ocasión en la que peloteé en el parque de Mutilva con el legendario Rípodas, cuando era niño, me aplastó ver al gigante.
O cuando me hice amigo del gran Fabián de Freitas, goleador sin fortuna de Surinam, vecino de Mutilva, al que alguna vez llevé dibujos a modo de homenaje. Tengo grabada en la mente la estampa de su imponente BMW Z3 Roadster negro aparcado frente a su dúplex como el absoluto hedonismo de los elegidos.
O aquél paso de ecuador en el que coincidí con el coloso Pablo Orbáiz, pudiendo inmortalizar el momento con las viejas cámaras fotográficas de antaño.
O aquella ocasión en la que me topé con el “rifle” Pandiani en los cines de Itaroa.
La envidia que sentía por mi compañero de clase José Luis, que había conseguido la camiseta de Jerry Simmons, o cuando se me antojó el polo oficial en los tiempos en que Astore vestía a Osasuna, viéndoselo portar a mi amigo Eneko. Uno siempre quiere llevar el traje de sus héroes.
Durante los veranos, cuando iba al pueblo de mi madre y le decía a algún lugareño que era aficionado de Osasuna, aquél lo respetaba, aduciendo que era el único club que no le debía dinero a nadie.
Yo no podía entender que no deber dinero a nadie podía ser motivo de reverencia.
Otros tiempos, otro fútbol.
Creía que los jugadores eran dioses o héroes legendarios que luchaban en el campo por aquél público que acudía enardecido al estadio; por aquél escudo, en el que rugía un león al que Oroz representaba más cachazudo y lacónico en sus viñetas del diario; y por nuestra ciudad, por Pamplona.
Por eso, después de los partidos solía esperar para ver salir a los jugadores de los vestuarios, para poder saludarlos, felicitarlos o consolarlos. A veces orgulloso, a veces con el orgullo herido.
Cada derrota escocía en el alma. El desdén de los viejos tribuneros que apurando el purito Reig vaticinaban resultados binarios (“este partido es de 1-0, 0-0 ó 0-1”) como una ominosa profecía que enturbiaba las tardes de domingo en el Sadar era la cicuta de la adolescencia.
Los fichajes eran la luz de la esperanza a los que entregarse. Cuántas veces uno se hacía ilusiones con los Ionel Gane de turno o el orondo Jamie Pollock, que tenía nombre de pintor expresionista abstracto. Si éstos llegaban en el mercado de invierno, la fe era más ciega y la caída, más dura.
Gane o pierda, como diría el “Vasco” Aguirre, no hay que llegar primero, pero hay que saber llegar.
Como un pequeño Nick Hornby, las vicisitudes de Osasuna marcaban mi estado de ánimo. Recuerdo todavía el éxtasis en casa de mi tía, viendo el partido con mi primo, cuando el polaco Trzeciak marcaba el 2-1 ante el Recreativo, el primer ascenso que presencié, el año 2000.
Ahora que el Sadar parece un lujoso anfiteatro para oficiar la fiesta opípara del fútbol a la hora de la zambra en la China popular y las jugadas se pueden repetir ad nauseam con el VAR, todavía siento la emoción de entonces, cada vez que tengo la oportunidad de acudir al estadio y recorro las gradas del coliseo para encontrar mi localidad. Me gusta reencontrarme con algún viejo amigo o conocido, al que inexorablemente veré más viejo, como él a mí.
Traficar mantras raídos que alumbraron el camino en ocasiones cuando el resultado se pone de cara pero la contemporización excesiva exaspera: “Si nos confiamos somos muy malos”.
Yo también me uno entusiasta al coro infantil que responde atronadoramente a los nombres de los jugadores cuando cantan la alineación. Aunque ahora sé que no son dioses sino veleidosos deportistas profesionales, influencers a tiempo parcial que alimentan sus cuentas de Instagram con la misma habilidad que lanzan un córner, millonarios veinteañeros cuyos más ínfimos tatuajes suponen un mes de salario de sus devotos entusiastas.
Porque Osasuna nunca se rinde. Porque cada partido en el Sadar supone entrar en un gigantesco mar de plástico y decibelios, volver a ser el niño que uno fue durante 90’, entregándose a la ira cuando el árbitro escamotea una falta, abrazándote con tu correligionario más próximo cuando el equipo logra un gol, aplaudiendo el cambio de un jugador que, cautivo y desarmado, se retira del terreno de juego. Poder silbar al jugador rival que finge o desaira al respetable, lanzar invectivas y denuestos improvisados como poetas del Slam.
Compartir emociones primarias con más de 20.000 conciudadanos rojillos, lances fugaces, el tiempo que dura la emoción del gol, apurar una bolsa de pipas para espantar la ansiedad del resultado adverso. Ver claudicar estoicamente al equipo, clamar de júbilo cuando se alza victorioso.
Descontar los puntos que median entre el abismo del descenso o las carambolas para entrar en Europa, las matemáticas existenciales del osasunista.
Volver al Sadar es como volver a casa, el lugar donde los sueños y a veces las pesadillas se hacen realidad, entre dos pitidos. Desconocemos el resultado, pero al final sabemos que estaremos orgullosos de nuestro equipo.
Porque Osasuna nunca se rinde.
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