Eso que Salou nos da
«Eso que tú me das / Es mucho más de lo que pido / Todo lo que me das / Es lo que ahora necesito» (Pau Donés)
Regurgitaba las palabras de Pau Donés mientras paseaba con mi familia por las calles de Salou, una noche cualquiera de septiembre. Acababa de escucharlas, de nuevo interpretadas por un cantante anónimo de orquesta de verano, una de tantas que amenizan las verbenas de las fiestas de pueblos y ciudades en el estío.
Como buen navarro acudía puntual a la cita con esta ciudad del mediterráneo que a tantos conciudadanos acoge durante el verano. Era fácil identificar a la joven de la Ribera que con inconfundible acento y donaire narraba a su familia la última noche de farra por los “slammers” mientras atacaba con decisión los manjares del bufé del hotel. O el adolescente que portaba orgulloso la camiseta de Osasuna por la Playa de Levante.
Las expresiones y chascarrillos típicos de nuestra tierra podían escucharse inopinadamente a la hora de la partida de cartas, así como las estériles admoniciones a los díscolos niños navarros que correteaban por los pasillos del hotel emulando a Areso y Aimar Oroz. Lozanas octogenarias regateaban a sus anchas con los vendedores ambulantes del paseo marítimo, alegando que el Gucci de imitación les parecía «carico y así».
Cambrils y Salou forman parte del subconsciente colectivo de los pamploneses. Desde que de pequeños veranean allí con sus progenitores, pasando por las postrimerías de la adolescencia, cuando celebran el final de la Selectividad o EvAU. Y el círculo de la vida se perpetúa después, cuando cansados de viajar por lugares insólitos del globo terráqueo, como Punta Cana o la Polinesia, vuelven a veranear con sus propios vástagos por la añorada Costa Dorada. El sitio de su recreo, un paraíso en la tierra, su refugio para recargar las pilas.
Quizá cambie de hotel o de cámping, alquile un piso u «okupe» la casa de algún afortunado dueño con el que tenga amistad y cometa el craso error de invitarle. A lo mejor este año se aventura a descubrir otros puntos de la zona, u opte por pasar un día en Port Aventura o el parque Samá, o sencillamente, se contente con requemarse ad infinitum en la playa, cual lagartija de la Rochapea.
Pero el pamplonés siempre regresa a la Costa Dorada.
Considerando esta querencia de los habitantes de la Cuenca por este lugar, cabría plantearse si sería posible avanzar en su navarrización. Osasuna podría jugar los primeros partidos de liga en el campo del Nástic, por ejemplo, con el fin de no sufrir una merma de aficionados en agosto. Los bufés de los hoteles podrían reemplazar la butifarra por la txistorra, el vermú de Reus por patxarán, incluir el ajoarriero y los pimientos del piquillo en su oferta gastronómica. Quizá incluso se podrían celebrar unos Sanfermines reducidos en julio en Cambrils, para todos aquellos puretas que deciden exiliarse para ahorrarse los vergazos del Caravinagre mientras sostienen en brazos a sus nenes, cerrando el verano con un San Fermín Txikito en la Pineda.
Podría proponerse a la Diputació de Tarragona un intercambio de tierras. Una permuta de la Playa de Poniente a cambio de un pedazo baldío de las Bardenas, o Los Bastanes. ¿Por qué no? Un poco de fantasía política mientras se disfruta del mojito en el chiringuito.
Al final, todo lo bueno se acaba y como un John Wick cualquiera, el veraneante pamplonés acaba «excomunicado» frente al Best Marítim, o el Augustus, despojado de la pulserita que le daba acceso al Edén de la pensión completa, la habitación con aire acondicionado, el bufé pantagruélico, las tumbonas y el servicio de habitación.
Esperando en el páramo de la estación del Camp de Tarragona, cautivo y desvalijado por los taxistas locales, tarareo entre dientes la canción de Pau Donés, mientras observo a mis convecinos arrastrar cariacontencidos y de muy mala gana las sillas de playa envueltas de manera estrafalaria. Con una sonrisa, pese a vislumbrar el final de las vacaciones: una vez más encontramos en Salou eso que sólo esa tierra nos da y es todo lo que necesitábamos: mar, sol, descanso.
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