¡Gracias, profe!
Para Javier, el desarrollo de la memoria era la base para otorgar la libertad a sus alumnos, la cobertura intelectual para cimentar los conocimientos que posteriormente permitirían el uso del juicio crítico

Querido profesor Crédito: Arnau | @Arnaucomics
Paseando estos días de Semana Santa por las viejas calles de Pamplona en las que crecí, cierta querencia por la nostalgia me hizo pasar por delante de mi antiguo colegio, el Sagrado Corazón. Ello, unido al cierre reciente de la convocatoria del concurso “¡Gracias, profe!”, organizado por Aula 2 en colaboración con Diario Escolar, de Diario de Navarra, dirigido a escolares (Primaria y ESO/Bachillerato) y a adultos, cuyo objetivo es buscar que los estudiantes creen un mensaje de agradecimiento al profesorado, me ha motivado a recordar a un profesor que fue de capital importancia para mi desarrollo humano e intelectual.
Corría el curso escolar 1995-1996. Osasuna moraba en el infierno de la segunda división mientras Miguel Induráin aseguraba año tras año la gloria en los Campos Elíseos con sus épicas victorias en el Tour de Francia. La avenida Carlos III era un remedo del mundo de Mad Max con un tráfico impenitente y pesado; la plaza Conde de Rodezno (hoy Plaza de la Libertad), un gris y desolado paraje sin columpios lleno de cascos de botellas rotas, rematada por un estanque sin agua y lleno de inmundicia. El Corte Inglés era un lugar al que había que peregrinar en ciudades vecinas, el Baluarte una quimera en la mente de algún edil díscolo y cultureta; el Navarra Arena, una utopía para la que no había presupuesto. El Soto, Sarriguren, Ripagaina…extensiones de campo indomeñable hasta donde alcanzaba la vista.
Un día cualquiera de principios de septiembre, el primero como alumno de quinto de Primaria. Empezábamos la jornada en el salón de actos. A oscuras tratábamos de descubrir los rostros de nuestros compañeros, sorprendidos de ver los cambios físicos durante el verano, a veces entristecidos al captar a vuela pluma el rumor de que alguno de ellos había cambiado de colegio y ya no volveríamos a verl. Con las carteras llenas de cuadernos inmaculados y libros recién forrados, con las ceras Manley todavía luciendo sus vitolas, asistíamos con cierta congoja a la arenga de Milagros, la directora del colegio.
Fue un día cualquiera de principios de septiembre, como decía, cuando conocí a Javier, nuestro profesor en aquél curso. Con su impoluta bata blanca, una cabeza perfectamente redonda, ora rapada, ora rematada en una cabellera zidanesca, el cuerpo fibroso de un corredor de 1.500 metros. Debía rondar apenas los treinta años, pero en aquél entonces, para un niño de primaria, aquella era una edad genérica y abstracta que le colocaba en la línea opuesta a la propia: la de los adultos.
Todavía puedo evocar su voz, firme y cristalina, precisa como un compás, con la sonoridad de Cadreita. Férrea para imponer su autoridad de entrenador de los equipos de futbito y baloncesto del colegio pero presta a suavizarse para encandilar a sus alumnos en la transmisión del saber, para de pronto, lograr la carcajada general con un relámpago de genialidad.
Nunca podré olvidar su lema, su leitmotiv: orden y atención. Una brújula que a menudo he tratado de utilizar en momentos de dificultad, como un mantra recóndito al que aferrarse. Un slogan que podría sintetizar su forma de entender la actitud debida por los alumnos en el proceso de enseñanza-aprendizaje, una suerte de contrato social que el alumno debía acrisolar desde el primer día.
Para Javier, el desarrollo de la memoria era la base para otorgar la libertad a sus alumnos, la cobertura intelectual para cimentar los conocimientos que posteriormente permitirían el uso del juicio crítico. Ello, unido a un compromiso entusiasta y convencido por la innovación educativa, hacían de sus clases un espectáculo lúdico-intelectual, en las que los alumnos veían recompensados sus esfuerzos aplicando los conocimientos adquiridos a juegos para estimular la motivación por aprender.
Recuerdo que cada semana debíamos aprender cuatro estrofas del célebre poema Oriental, de José Zorrilla. Era tal el fervor por aprender e ir más allá que en uno de los controles, a modo de añadidura, se me ocurrió mencionar el hecho de que José Zorrilla era además el nombre del estadio del Valladolid. Aquello me valió un 10 con positivo. En el siguiente examen, algunos de mis compañeros llevaron su investigación más lejos todavía, añadiendo datos biográficos del poeta, alcanzando el éxtasis educativo, el placer por aprender e ir más allá del currículo.
Hoy todavía puedo recitar los versos de Zorrilla casi de carrerilla para solazar a los amigos emulando a un Asuranceturix cualquiera.
Frecuentemente hacíamos presentaciones ante los compañeros, algo que hoy en día se considera el summum de la innovación educativa y de alto valor en la esfera empresarial. Aún recuerdo mis disertaciones sobre temas tan dispares como la orca, la Sarracenia purpurea, el ciclismo, o el instrumento musical de la batería.
Una de las iniciativas de Javier que más me marcó fue el taller de lectura. Cada alumno prestaba unos cuantos libros a la biblioteca de la clase, y se marcaba un objetivo de lectura mínimo general. Una vez leído cada libro, debía cumplimentarse una ficha de lectura, además de comentar brevemente de palabra con Javier el libro recién leído.
Fue un éxito arrollador, se crearon lectores fanáticos de por vida. Mantuve una hermosa lucha lectora con mis compañeras de clase Alba, María y Patricia, consiguiendo leer más de 100 libros aquél año, aunque hube de claudicar ante su voracidad lectora.
A menudo, a los controles sobre las distintas materias Javier daba continuidad y proyección introduciendo técnicas de gamificación que a menudo incluían estímulos gratos a los niños como las chucherías a modo de trofeo glucémico.
Javier valoraba enormemente el desarrollo integral de las personas y mantenía un clima de respeto innegociable en la clase, donde el bullying era impensable. No tenía reparo en explicarnos el significado de proverbios latinos como Mens sana in corpore sano, para promover el estudio y el deporte, al unísono, como bienes complementarios en el desarrollo de la persona.
Con Javier aprendías, jugabas, te reías, dabas rienda suelta a la expresividad y a la creatividad mientras creabas hábitos, verdadero fruto perenne de su modelo educativo. Recuerdo que al final de cada día nos dictaba la tarea, que había cuidadosamente previsto para que nos llevase una hora de trabajo personal. De esta manera se forjaba una ética del trabajo diario que no resultaba pesada. Para los periodos vacacionales como Navidades o Semana Santa, trazaba planes de tareas para algunos de los días, de manera que se pudiese gestionar la carga de trabajo sin agobios. Una forma de empezar a valorar el ocio como recompensa al trabajo.
Sin duda, la culminación de la planificación educativa de Javier constituía en la puesta en escena de obras de teatro a final del curso. Los alumnos participaban activamente en la selección de las obras, en la preparación de los decorados y del vestuario, en los efectos especiales, en la banda sonora. La memoria, entrenada durante el curso, permitía a los alumnos aprender su papel y representarlo con soltura. Las presentaciones, desarrollar la expresividad y la dicción. El trabajo diario, la constancia necesaria para llevar a cabo el proyecto de llevar a escena una obra, con todo lo que conlleva. La creatividad, a su vez, permitía llevar a cabo sugerencias que hacían de cada representación algo único e irrepetible, original, para gozo y disfrute de todos los alumnos del colegio y los orgullosos progenitores.
Sin duda, quinto de primaria es mi curso educativo favorito en mi larga trayectoria académica.
A veces, antes de dormir, me gusta consultar los viejos catálogos del colegio que andan por casa de mis padres, pasar sus hojas desvencijadas hasta llegar a mi respectivo curso, a mi clase. Releo los nombres y apellidos de mis viejos compañeros, muchos de ellos todavía amigos cercanos, a otros les perdí la pista en el tráfago del tiempo. Veo la foto en blanco y negro, aquellos niños, hoy adultos, alineados en la escalinata, frente a la puerta principal del colegio.
Entre un mar de batas a cuadros de seres menudos destaca la figura erguida, enmarcada en una bata blanca. Es Javier, ejerciendo a través de la neblina del tiempo como nuestro capitán, nuestro líder.
El año pasado, cuando yo mismo llevaba a cabo las prácticas para ser profesor de Secundaria, FP y Bachillerato, decidí emular a Luke Skywalker cuando acudía a visitar el planeta Dagobah, con el fin de encontrar al maestro Yoda. Así, acudí al Sagrado Corazón acompañando a mi amiga Egus, que llevaba a sus hijos al colegio. Allí seguía, incólume, Javier, como el protagonista del cuadro El caminante sobre el mar de nubes, de Caspar David Friedrich. Parecía estar oteando las innumerables generaciones de alumnos a los que formó y sigue formando a lo largo de casi cuarenta años, un pacífico ejército de personas a las que trató de hacer mejores, y a las que transmitió los rudimentos del esfuerzo, fomentando su desarrollo intelectual y cognitivo, humano, en definitiva. Por los que se dejó la piel y la garganta, insuflando la llama de la inteligencia, a cada uno según sus posibilidades.
Aquél día pudimos saludarnos, charlar un rato. Él no había cambiado nada, no le sobraba un gramo, como un sempiterno lateral italiano. Me reconoció al instante con su memoria prodigiosa, nos fundimos en un efusivo abrazo. Regalos de la vida.
Justo en aquél momento llegó un antiguo compañero de clase de mi hermano al que recordaba ligeramente de vista. Venía a hablar con Javier de su hijo. Pude así presenciar un breve destello del eterno retorno del que hablaba Nietzsche en sus obras.
Entonces, el capitán de los alumnos volvió en silencio la espalda.
Y yo pensé que sin duda, ese niño tenía mucha suerte.
Sólo me queda unirme espontáneamente a él y gritar con el entusiasmo de un alumno de quinto de primaria: ¡Gracias, profe!
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