Once maneras de ponerse un sombrero

Las calvas más egregias de Pamplona están de luto después de que se consumase la desaparición de la sombrerería Gutiérrez, presente en la ciudad desde 1840, motivada por la jubilación de su último propietario, Rafael Gutiérrez, el último mohicano del borsalino, adalid de la txapela, paladín del bombín, punta de lanza del Fedora.
Tras 184 años cubriendo las testas de los pamploneses, desaparece un negocio que ha presenciado la construcción del Palacio de Navarra, la reforma de los Fueros o la construcción de los dos ensanches; sobrevivido a la Tercera Guerra Carlista, la Gamazada, la guerra civil…
Personajes ilustres como Pablo Sarasate, Arturo Campión, Víctor Hugo o Hemingway pudieron tener la ocasión de lucir sus sombreros. Este humilde amanuense tuvo el honor de ser cliente en dos ocasiones: adquirí una txapela, primero, y un sombrero que el propio Rafael me dijo que me daba un aire de “pincho”, años después.
Es el momento de rendir tributo a otros establecimientos de Pamplona que durante años nos granjearon sus productos y su saber hacer, formando parte de nuestras vidas como Homines Economici.
Cuando se acercaba el Día de los Inocentes, Bazar J, en la Calle Bergamín, era una visita obligada. Durante 50 años surtió de bombas fétidas y otros accesorios bélicos a los niños más díscolos de Pamplona. Cerró en 2010, cesando esa broma infinita con la que soñó David Foster Wallace.
A veces, cuando salía del colegio, me gustaba asomarme al escaparate de la juguetería técnica Ramón, en la calle Aralar. El paraíso de un niño amante de los coches. Todavía recuerdo la ocasión en que me compré una maqueta de un tanque alemán, el Sturminfanteriegeschütz 33, que a duras penas logré montar y que acabó aderezada con fragmentos de mi propia piel, debido al uso poco ducho del pegamento ultra-adhesivo.
Los domingos acudía a Maika a comprarme golosinas y sobres de Monta-man, sobres de cromos de fútbol o revistas infantiles como la Top Disney. También me acercaba a la Pajarería Navarra para ver qué hacía aquél solitario loro que presidía el escaparate con gran donaire y que se atiborraba de cacahuetes, o como los hámsters se ejercitaban en sus ruedas como absolutos atletas olímpicos.
En la calle Sancho el Mayor se ubicaba la mítica Juguetes Purroy, emblemática juguetería de Pamplona, punto de referencia para las familias pamplonesas durante las Navidades, cuando sus escaparates se convertían en auténticas obras de arte que contenían a multitudes. Los hermanos Luis Antonio y Miguel Purroy, propietarios de la tienda, colaboraban con el artista alemán Kurt Rahier, quien diseñaba escenas mágicas con montañas, teleféricos y muñecos animados, creando una experiencia única para niños y adultos.
Los amantes de la literatura en Pamplona tuvieron que lidiar con la extinción de El Parnasillo, las Librerías Gómez, Auzolán. Aún recuerdo como el guardián del Parnaso, Javier López de Munáin, me recomendó las “Lecciones preliminares de filosofía” de García Morente, que a él tanto le habían ayudado a entender la materia cuando estudiaba la carrera. Todavía exorna mi biblioteca, con su idiosincrático papel adhesivo cuadrado con el barbudo escritor meditabundo y las señas del establecimiento en la primera página. Me gusta abrirlo al azar y esnifarlo, para tratar de regurgitar ese característico olor a desodorante anti-humo de tabaco y soñar que sigo merodeando por sus estantes atestados de tesoros de papel.
Los cinéfilos vieron cómo el auge de la piratería digital acabó con el videoclub Bogart, los cines Olite, los Carlos III y los Príncipes de Viana. En los cines Olite acudí a la primera sesión desde que tuve uso de razón, La Bella y la Bestia de Disney, con mi madre y mis hermanos. En los Carlos III, en la que entonces era la mayor pantalla de la ciudad, vi el estreno de Titanic.
Como incipiente melómano en mi adolescencia visitaba la tienda de música Chaston, vecina del Parnasillo. Un mundo de placeres caros y clientes exigentes, donde escuché por primera vez los nombres de tantas bandas míticas.
Más asequible para mi endeble economía de paga y rapiña era El Supermercado del Cassette, con dos establecimientos en la calle Estafeta. Allí compré absolutas joyas, como Out of our heads de los Rolling Stones o Transformer de Lou Reed.
Cerca, en la Calle Mercaderes, se situaba Liverpool, otro refugio para los amantes de la música que el advenimiento del MP3 y el top-manta redujo a la nada.
Hace ya casi 10 años cerraba Digital, otra pequeña gran tienda de música en la Estafeta, donde pude cerrar un círculo musical al comprar el disco The Raven, de Lou Reed. La música dejó de sonar allí en 2015, dejando a Dientes Largos como postreros representantes de la Orquesta del Titanic en Pamplona.
Y es que con cada cierre, con cada persiana bajada definitivamente, desaparece no solo un negocio, sino un fragmento de la memoria colectiva de nuestra ciudad y de nuestras propias vidas. Porque estas tiendas, más que meros establecimientos comerciales, han sido hitos en nuestra biografía. Sus escaparates y mostradores marcaron las etapas de nuestra existencia, desde la infancia hasta la madurez, reflejando no solo nuestros cambios de interés, sino también las transformaciones en la sociedad y en el consumo.
El Bazar J y las jugueterías como Ramón o Purroy fueron los sitios de nuestro recreo durante la infancia, donde cada visita era una expedición al territorio de la imaginación.
Más tarde, en la adolescencia, la acción se trasladó a tiendas como Chaston o El Supermercado del Cassette, donde el descubrimiento musical era un rito iniciático, una manera de definir la identidad propia a golpe de CD o cassette.
Los cines y los videoclubs fueron nuestras primeras ventanas a otros mundos, donde aprendimos a emocionarnos, a soñar con lo imposible, a enamorarnos de lo que jamás viviríamos.
Con la madurez, librerías como El Parnasillo o Auzolán pasaron a ser refugios del pensamiento y zonas de encuentro con la belleza de la literatura. Y con el tiempo, sin darnos cuenta, nos convertimos en nostálgicos de todo aquello, testigos de una extinción silenciosa, de una ciudad que va perdiendo sus estandartes comerciales mientras la tecnología y las nuevas formas de consumo sepultan los rituales de antaño.
Ahora las compras se hacen por internet, las películas se ven en plataformas, la música se consume en streaming y los libros llegan en cajas de cartón, amortajados en pequeños ataúdes de cartón genérico, sin que nadie nos recomiende una lectura con pasión y conocimiento. La experiencia de pasear sin rumbo, entrando en tiendas por el simple placer de descubrir, parece cosa del Pleistoceno.
El signo de los tiempos. A cada generación le toca ver desmoronarse sus propios templos y adaptarse a otras circunstancias, otros formatos. Pero en algún lugar recóndito, en el cauce silencioso de la memoria, seguirán existiendo aquellos escaparates iluminados, aquellos lugares que fueron más que tiendas: fueron parte de nuestra historia.
Por todos ellos, nos quitamos el sombrero y hacemos un brindis al sol.
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