Otoño en Pamplona
Crédito: @Arnaucomics
Fue bajarse del Alvia 00603, el tren chuchú que liga Madrid con Pamplona por un módico precio, tras un proceloso viaje por la ribera a ritmo de película de Chantal Akerman, salir de la estación y reencontrarme con el otoño en Pamplona.
Le sienta bien a Pamplona esta estación, coincidimos en señalar en el coche, transitando por San Jorge y viendo desde la ventana las hileras de árboles de hojas amarillentas, rojizas, anaranjadas, una marea de hojarasca marchita cubriendo las calles.
Alcancé a saludar de manera fugaz a los 78 nuevos árboles plantados en la campaña de plantación de arbolado, iniciativa desarrollada por el Servicio de Zonas Verdes del Ayuntamiento de Pamplona.
Una decoración pre-navideña gratuita que sólo exige la retirada de las hojas caídas y la sensibilidad suficiente para depositar la mirada allende una pantalla. Y variada, ya que se han plantado nuevos especímenes de tilos, fresnos y arces, respetando así el criterio de que ninguna especie supere el 5% del total del arbolado urbano.
Aunque esta dispersión familiar por razones estéticas tiene un precio, ya que los árboles nunca podrán ser tan grandes como en el bosque. Además, antes de poder plantar un árbol en el suelo de una ciudad, es necesario podar sus raíces cada otoño durante varios años para formar un cepellón adecuado. Un árbol de tres metros, en condiciones naturales, tendría raíces que se extenderían al menos seis metros. Sin embargo, en el entorno urbano, antes de plantarlo, esas raíces se limitan a una maceta de apenas 50 centímetros de diámetro. ¿Cómo pretender que después crezca con normalidad?
En la ciudad, los árboles no viven: resisten. Pocos alcanzan aquí una verdadera vejez. Las podas insistentes les abren heridas en las que anidan enfermedades que los debilitan; se vuelven frágiles y, por ende, una amenaza. Entonces los derribamos y, con una suerte de remordimiento práctico, los sustituimos por ejemplares jóvenes.
Durante años hemos visto a los árboles como un simple adorno, parte del mobiliario urbano que acompaña las calles sin exigir nada. Y, sin embargo, deberíamos multiplicar su presencia por nuestro propio bienestar: actúan como discretas campanas extractoras que absorben las impurezas del aire, el hollín, los ácidos, los hidrocarburos y toda una constelación de polvo que flota sobre nuestras vidas. Los árboles figuran entre los seres vivos más amables e impresionantes que frecuentamos todos los días.
A Pamplona, con su población de 120.000 árboles de 470 especies, 29.385 recluidas en zona de pavimento, le sienta bien el otoño, pensaba para mis adentros mientras avistaba El Sadar, catedral muda en la mañana sabatina.
La Taconera, la Media Luna, Ciudadela, parque del Mundo, Yamaguchi, Biurdana, el Redín, los jardines del Hospital y los Campus universitarios. Lugares diseñados para oxigenar nuestra ciudad, permitir el paseo, la meditación, el descanso y el encuentro y las relaciones sociales con otras personas.
Sin embargo, yo prefería volver la mirada atrás y pasear mis recuerdos por otros lugares de Pamplona. Así, evocaba los recreos en el patio del colegio, el que llamábamos de piedrecitas por su característico suelo, que producía un sonido inconfundible al arrastrar las katiuskas con infantil desdén.
Impresionantes castaños presidían, majestuosos, nuestros juegos: ir a pillar, saltar a la comba, tratar de hacer bailar la peonza. De vez en cuando caían como proyectiles inesperados erizos verdes cubiertos de pinchos finos y largos. Las castañas, ocultas en su interior, se convertían en arma valiosa para amilanar a los compañeros de juegos más díscolos.
A veces, como un Leopold Bloom, llevaba una castaña en el bolsillo de la bata escolar a modo de amuleto. Ya de adolescente, cuando pasamos al patio de “los mayores”, observaba con asombro y respeto el imponente cedro, al que nuestros profesores conminaban a abrazar, en un ejercicio de dadaísmo.
Ahora me volvían a la mente aquellas castañas de la infancia cuando subiendo por Lezkairu avistaba el siguiente cartel: “Por favor no tires ni dejes castañas. Mantengamos un lugar limpio y seguro para nuestros peludos”. Cínicos cánidos, cuya orina, impúdica lluvia dorada, quema la corteza de los árboles y puede provocar la muerte de las raíces.
También recordaba con regocijo las excursiones familiares improvisadas los domingos por Mugartea. Allí, tras rendir pleitesía al honorable equino Furia, procedíamos a arramblar con los frutos de los madroños, emulando al oso goloso del escudo del Atlético de Madrid.
O aquellos paseos con mi padre por el campus de Arrosadía, un lugar donde conviven casi noventa tipos de árboles y un puñado de arbustos curiosos, llegados de todos los rincones del mundo. Entre arces y tilos conversábamos a menudo sobre la belleza del otoño en Pamplona, aunque él añoraba la exuberancia de la primavera en el Levante.
Si he de escoger un árbol de Pamplona para convocar la memoria en una tarde cualquiera de otoño, mi pensamiento acude sin dudar a la imponente secuoya de la Diputación. Este invierno cumplirá ya 170 años en su emplazamiento actual.
Reconocida como Monumento Natural un 25 de abril de 1991, como si la ciudad, al fin, quisiera honrar la silenciosa grandeza que siempre la ha acompañado. Su historia se asemeja a un relato de Karl May, con tramperos y buscadores de oro: nacida en las montañas de Sierra Nevada, en California, fue traída hasta Navarra por José María Gastón y de Echevertz, quien quiso verla crecer primero en el jardín de su casa de Irurita.
Aquel hombre, elegido diputado provincial en 1853, tomó en el duro invierno de 1855 a 1856 la decisión de trasladar el árbol desde su residencia hasta el patio de la Diputación foral. Desde entonces, la secuoya permanece allí, como Fimbrethil, auditora del paso del tiempo y reina de los otoños pamploneses.
En nuestras calles, parques y jardines encontramos árboles y sobre todo arbustos de prácticamente todas las partes del mundo donde existen bosques. El centro y sur de Europa es el origen de buena parte de nuestros árboles ornamentales, así como la zona templada de Norteamérica.
Un buen número de árboles muy extendidos en nuestros jardines proceden de distintos lugares de la región mediterránea, Grecia, norte de África, Italia, Asia occidental, etc.
También de Australia, de las zonas templadas del Extremo Oriente, Japón, Corea, Indochina. Así, pinos, alerces, arces, tilos, laburnos, taxodios, libocedros, catalpas, castaños de indias, almeces, árboles del amor, moreras, olivos, eucaliptos, acacias, arces japoneses, ailantos, criptomerias, kakis, gikgos, nogales, kolreuterias, cerezos, sauces llorones o sóforas conviven en paz y en armonía, creando una mahleriana sinfonía vegetal en los jardines de Pamplona.
Y quizá sea esa misma diversidad botánica la que nos recuerde, con la discreción de lo evidente, la riqueza humana que habita Pamplona. Como estos árboles venidos de tantos climas y latitudes, también nosotros —jóvenes y mayores, recién llegados y viejos vecinos, sensibilidades distintas que comparten paseos en las tardes otoñales— buscamos arraigar, crecer y arrimarnos a la buena sombra.
El otoño, con su luz rasante y su parsimonioso rito de hojas caídas, nos invita a mirar con más atención todo lo que nos rodea: la naturaleza que sostiene el aire que respiramos y las personas que sustentan, cada día, nuestra condición de comunidad.
Disfrutarlo es, simplemente, pasear sin prisa pero con pausas y dejar que Pamplona —sus árboles y sus ciudadanos— nos enseñe, una vez más, a vivir con un poco más de calidez. Como cantaba Serrat, “Pintaron de gris el cielo / Y el suelo / Se fue abrigando con hojas / Se fue vistiendo de otoño / La tarde que se adormece / Parece un niño que el viento mece / Con su balada en otoño”.
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