“A las once, nos encontramos”: el hamaiketako, el almuerzo de cuadrilla que celebra el sabor de la identidad

El almuerzo permanece vivo porque alimenta algo más profundo que el hambre: nutre la necesidad humana de conexión, identidad y hogar

El almuerzo

El almuerzo Crédito: Pablo Orduna

Te lo digo yo… apenas ha amanecido en un pueblo navarro en plenas jaiak y ya se respira un aire de expectación. Las campanas de las iglesias marcan las horas, pero en las calles empedradas late otro ritmo, uno que no se mide en minutos sino en comidas, no en horarios sino en el sagrado acto de reunirse.

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Es la época de las mecetas, las fiestas patronales que transforman las tranquilas comunidades rurales en vibrantes teatros de celebración, donde una tradición se erige simultáneamente como ancla y revelación: el almuerzo de cuadrilla.

Mucho más que una simple comida compartida entre amigos, este desayuno-almuerzo comunitario funciona como clave hermenéutica para comprender la propia identidad navarra y el universo de la cultura vasca.

Dentro de los círculos íntimos de las cuadrillas -esos grupos muy unidos de amigos de la infancia, familia extensa o vecinos de toda la vida- el almuerzo se despliega como una representación ritual que revela el ADN mismo de la organización social, la sabiduría intergeneracional y la profunda necesidad humana de pertenencia.

Para entender la poesía que encierra esta tradición, primero debemos explorar el lenguaje que le da vida. En lo más profundo del vocabulario cultural vasco se encuentran dos términos aparentemente sencillos que llevan el peso de siglos: hamarretako y hamaiketako, las comidas de las ‘diez’ o de las ‘once’.

No se trata de meras curiosidades lingüísticas, sino de tesoros antropológicos que revelan una cosmovisión en la que el tiempo se adereza con intención. Aunque modestas en apariencia, estas comidas comunitarias portan el vector temporal de una cultura que comprende algo fundamental. Nos señala que el acto de comer juntos, especialmente durante los momentos liminales de la fiesta o el trabajo, genera algo más que sustento, genera identidad.

Ya sea en los caseríos de piedra diseminados por las laderas navarras, en las Bardenas, en sus pueblos vecinos riberos o en medio del bullicio urbano de Pamplona durante San Fermín, el almuerzo articula una temporalidad que no emana de los relojes, sino de la propia tierra. Codifica jerarquías y afiliaciones. Es un ritual que manifiesta memorias encarnadas de coexistencia y transforma el simple acto de partir el pan en una representación de quiénes somos y a dónde pertenecemos.

Esta sensibilidad temporal encuentra sus raíces más profundas en el ritmo de la necesidad misma. El almuerzo no surgió de la ambición culinaria, sino de la poesía práctica de la vida agrícola. En el campo, donde el ritmo del día lo dictaban los ciclos de la cosecha, las estaciones de la siega del heno y la antigua danza del ganado trashumante, estos momentos coordinados de descanso y alimentación se convirtieron en signos de puntuación esenciales en la narrativa rural.

Pero estos descansos nunca fueron asuntos solitarios. Por el contrario, convocaban a cuadrillas, vecinos y grupos familiares para compartir los frutos literales de su trabajo: las tiernas pochas de primavera, la riqueza ahumada de las carnes curadas en invierno, los huevos aún calientes de las gallinas y de los rebaños domésticos los robustos guisos que podían alimentar tanto el cuerpo como el espíritu.

La propia comida se convertía en un calendario sensorial: la leche y las verduras anunciaban la llegada de la primavera, las legumbres y las frutas frescas del verano, las carnes y las setas del otoño, mientras el invierno retornaba a la sabiduría de las conservas. No se trataba únicamente de comidas, sino de una arquitectura social que construía y reconstruía las redes de confianza y apoyo mutuo que sostenían a las comunidades campesinas tanto en épocas de abundancia como de escasez.

A medida que estas tradiciones evolucionaron a lo largo de siglos de cambios sociales, algo fascinante ocurrió en la sutil revolución de las diez a las once. Esta evolución lingüística de hamarretako a hamaiketako no constituye una mera deriva semántica, sino el reflejo de una profunda transformación social. Se pudo ver cómo la urbanización reconfiguraba los ritmos de trabajo y esto hace que la modernidad ajustase el antiguo reloj de la vida rural.

Sin embargo, hoy, ambos términos responden a la misma lógica cultural: que la media mañana merece una pausa, la comunión y el acto consciente de alimentarse. En esto, la cultura vasconavarra revela su parentesco con las tradiciones de toda Europa —desde los elevenses británicos hasta el zweites Frühstück alemán— que reconocen la comida de media mañana como un interludio natural en el continuum humano.

Pero el hamaiketako porta consigo algo distintivamente propio: la idea de que estos momentos no son interrupciones de la vida, sino la vida misma, destilada en sus elementos más esenciales. No es un brunch de media mañana que sustituye -o conjuga- al desayuno o la comida.

En esta comprensión local reside una de las paradojas más encantadoras de la tradición: la hermosa contradicción entre espontaneidad y rito. Aquí se encuentra uno de los aspectos más cautivadores del almuerzo: su capacidad para existir simultáneamente como ritual meticuloso y celebración espontánea.

Mientras que algunas reuniones del 6 de julio en Pamplona se planifican con meses de antelación, con reservas aseguradas y menús coordinados con precisión militar, el hamaiketako más auténtico mantiene su genio para surgir sin anuncio previo. No aparece en las cartas de los restaurantes ni se anuncia con carteles coloridos. En su lugar, se despliega de forma orgánica: un bocadillo compartido en un sendero de montaña, un bocado rápido en una taberna de esquina o las sobras de ayer transformadas en la comunión de hoy en una cocina casera.

El hamaiketako, en su forma más auténtica, nunca se busca pero siempre se encuentra, nunca se planifica pero siempre se vive. Esta hermosa contradicción -el guion ante la casualidad- capta algo esencial de la propia cultura de nuestra tierra. Me refiero a la extraña capacidad de honrar la tradición al tiempo que se abraza lo inesperado, de crear estructura mientras se celebra la espontaneidad.

Estas contradicciones encuentran su expresión más vívida en la propia arquitectura social de las mencionadas cuadrillas. Dentro de estas agrupaciones herméticas se oculta un universo social de extraordinaria complejidad. Tanto si se trata de grupos informales de amigos u organizaciones en sociedades gastronómicas conocidas como txokos, funcionan como microcomunidades. En ellas la práctica culinaria se convierte en una representación de la identidad, donde compartir la comida se transforma en compartirse a uno mismo. En su seno se observa cómo se desarrolla una peculiar coreografía: quién cocina, quién sirve, quién trae el vino o la sidra natural, quién se responsabiliza de la limpieza.

No se trata de decisiones arbitrarias, sino de intrincadas negociaciones sociales que reflejan jerarquías, desafían tradiciones y evolucionan con los tiempos. La mesa cuadrada de un bar rural, el largo banco de madera de una taberna de pueblo, la cocina de un hogar familiar… se convierten en teatros donde se ensaya la pertenencia comida a comida, donde las historias se aderezan con risas, donde las tradiciones se transmiten de mano en mano como recetas atesoradas.

En este proceso de transmisión, cada almuerzo de cuadrilla funciona como una institución educativa informal pero profunda. En cualquier reunión se accede a lo que podría denominarse la universidad del sabor. Aquí, los jóvenes participantes absorben los misterios de platos emblemáticos mediante la observación y la participación. En ellos se crea el maridaje perfecto de los huevos con txistorra, la elegancia rústica de las txulas o magras con tomate, la celebración estacional de las pochas estofadas, la perfección dorada de las croquetas caseras, la antigua alquimia del bacalao al pil-pil y la exclusividad sanferminera del estofado de rabo toro.

Pero el plan de estudios trasciende ampliamente la técnica. Los ancianos comparten la genealogía de los ingredientes, el significado cultural de los métodos de preparación, las historias que animan el consumo de cada plato. Incluso la selección de bebidas se convierte en una lección de alfabetización cultural: vinos tintos que hablan del terruño, sidra que conecta con los huertos ancestrales, o la chispa festiva del sorbete con cava que marca momentos especiales de transición y celebración.

Estas comidas funcionan como repositorios de la memoria, archivos del patrimonio oral, bibliotecas de la sensibilidad culinaria donde el conocimiento se transmite no a través de los libros sino del gusto, no mediante conferencias sino a través del acto compartido de la creación y el consumo.

Sin embargo, en ningún lugar revela el almuerzo todo su poder cultural de forma más dramática que en su manifestación anual más espectacular. El 6 de julio en Pamplona representa el momento en que lo cotidiano se transfigura en extraordinario. Desde antes del amanecer -mucho antes de que el cohete anuncie la llegada del -—, miles de cuadrillas de toda la ciudad se congregan para desayunar y almorzar, transformando espacios cotidianos en escenarios de celebración.

En casas y peñas, restaurantes y sociedades, hombres y mujeres, jóvenes y mayores, vecinos y visitantes vestidos del blanco tradicional se reúnen en torno a mesas cargadas de identidad regional: huevos con panceta, ancas de rana, ricos pimientos verdes, y txistorra metida en pequeños panecillos. A menudo se come de entre sentado en la mesa y de pie, entre cantos y risas, creando una sinfonía de indulgencia sensorial y protocolaria en la etiqueta que sirve tanto de combustible para la fiesta.

Este almuerzo del 6 de julio encarna la dualidad esencial de la práctica: simultáneamente planificado y emergente, institucional y espontáneo. Mientras que algunas reuniones requieren meses de coordinación previa, otras surgen espontáneamente al aire libre, en las aceras, entre cánticos y bailes improvisados. Esta paradoja capta la esencia del hamaiketako: tanto si está anclado en el calendario como si se decide súbitamente, la comida existe como expresión del deseo colectivo de unión, alegría y arraigo.

Esta capacidad de transformación y adaptación explica la notable persistencia del almuerzo frente al cambio. A pesar de los profundos cambios estructurales que remodelan el mundo -urbanización, globalización, evolución de las estructuras familiares, cambios en las pautas laborales- esta singular comida de media mañana resiste con notable tenacidad. Se adapta a la documentación de las redes sociales, se acomoda a la curiosidad turística y sobrevive incluso a los intentos de mercantilización, sin perder nunca su carácter esencial.

El secreto no reside en el menú, sino en el acto en sí: comer juntos, reír, pasarse los platos, servir bebidas, recordar historias, improvisar otras nuevas. Tanto si se disfruta con vistas a la montaña como telón de fondo, en polígonos industriales durante las pausas del trabajo o en medio del caos extático de San Fermín, el almuerzo permanece vivo porque alimenta algo más profundo que el hambre: nutre la necesidad humana de conexión, identidad y hogar.

Lo que emerge de esta exploración es una comprensión del tal singularidad gastronómica como algo mucho más profundo que una comida: representa la arquitectura social del sabor en sí mismo. El compartir esa mesa en cuadrilla se revela como una estructura de significado construida a partir de ingredientes, rituales, gestos e historias. Demuestra que la tradición culinaria de nuestro pueblo se preocupa no únicamente de lo que se come, sino de cómo, cuándo, con quién y por qué.

El acto de sentarse juntos, de preparar y consumir platos locales, de vestirse para la ocasión y reafirmar el propio lugar en la comunidad, transforma la comida en un vehículo de construcción cultural.

A través de orígenes agropecuarios arraigados en ciclos de trabajo y sustento, a través de prácticas cotidianas incrustadas en ritmos de sociabilidad y memoria culinaria, a través de elaboraciones festivas que lo convierten en un vector de representación cultural y pertenencia simbólica, el almuerzo perdura como espejo y artífice de la identidad en el campo y en Pamplona.

En esta danza de tradición e innovación, de estructura y espontaneidad, de apetito individual y alimento colectivo, las generaciones nutren no solo sus cuerpos sino su sentido de quiénes son y a dónde pertenecen.

Comida tras comida, año tras año, el simple acto de reunirse a las once continúa escribiendo la historia de lo que significa ser parte de ese engranaje social de la Vieja Iruña -o de cualquier otro lugar de nuestros pueblos-, plato a plato.

El hamaiketako nos recuerda que algunas de las verdades más profundas de la vida no se descubren en los grandes gestos, sino en la poesía cotidiana de compartir el pan, en el sabor de la pertenencia que los condimentos no pueden proporcionar, pero que la comunidad siempre ofrece.

El almuerzo constituye signo de cuidado social dentro del grupo, pero no representa un acto aislado. En la sociedad tradicional navarra, y en la de hoy en día, la colectividad, la cuadrilla, entiende que la ayuda debe extenderse a lo largo del tiempo, y no agotarse en un solo momento. Como reza el refrán, “a quien das de yantar, no te duela dar de almorzar”.

“Gero elkartu egin ginen”: hamaiketakoa eta euskal kulturako kide izatearen zaporea, Nafarroako lagun-eliko bazkariaren bidez

Nik esanen dizut… ia ez da eguna argitu Nafarroako herri batean, jaietan, eta ikusmin kutsua arnasten da. Elizetako kanpaiek orduak iragartzen dituzte, baina harlauzazko kaleetan beste erritmo bat taupadaka ari da, minututan neurtzen ez dena, otorduetan baizik; ez ordutegietan, baizik eta elkarrekin biltzeko ekintza sakratu horretan. Meceta garaia da, herrietako jaiegunak, herri elkarte lasaiak ospakizunaren antzoki bihurtzen dituzten uneak. Eta horien erdian ageri da, aingura eta agerpen aldi berean den ohitura bat: kuadrillako hamaiketakoa.

Ez da lagun artean partekatutako ohiko otordu bat soilik: gosari eta bazkariaren arteko otordu kolektibo honek gako itxi gisa funtzionatzen du, bai Nafarroako identitatea bai euskal kultura ulertzeko. Kuadrillen barnean —haurtzaroko lagunek, senitartekoek edo bizilagunek osatutako talde trinkoak—, goizerdiko ahamen hori erritu baten antzera agertzen da: antolaketa sozialaren DNA erakusten du, belaunaldien arteko jakinduria eta gizakiok dugun partaidetzaren behar sakona.

Ohitura horrek duen poesiaren muina ulertzeko, lehenik eta behin hizkuntza aztertu behar dugu. Euskal hiztegi kulturalean bi termino sinple diruditenak aurkitzen dira, baina mendeetako zama daramatenak: hamarretako eta hamaiketako. Ez dira kuriositate linguistiko hutsak, baizik eta antropologiaren altxorrak, denboraren berezko ikuspegi bat iradokitzen dutenak. Apal agertzen badira ere, talde-otordu horiek kultura batek funtsezko zerbait ulertzen duela adierazten dute: elkarrekin jatea, bereziki ospakizun edo lanaren mugako uneetan, identitatea sortzen duen ekintza da. Hala da Nafarroako mendi-hegaletako baserri solteetan, Bardean, Erriberako herri lagunkoietan, edo Iruñeko kale jendetsuetan zehar Sanferminetan. Hamaiketakoak denboraren beste logika bat aktibatzen du: lurrari lotua dagoen erritmo bat. Hierarkiak eta afiliazioak kodifikatzen ditu. Erritual bat da: bizikidetzaren oroimena gorputzetan idatzia, ogia partekatzeak nortasuna eta partaidetza adierazten dituen unea.

Erritmo horren erro sakonenak beharretik datoz. Hamarretakoa ez da sukaldaritza-gozamenerako asmatua izan, baizik eta bizitza nekazariaren poesiatik sortua. Landan, uztaren zikloek eguna markatzen zuten garaian, atseden eta otordu une bateratu hauek funtsezko puntuazio bihurtu ziren elkar istorioan. Baina ez ziren une bakartiak. Aitzitik, lagun-taldeak, bizilagunak, familiak biltzen ziren lanaren fruituak partekatzeko: udaberriko potxa freskoak, neguko haragi ketu usaintsua, etxeko oilaskoen arrautzak, eta gorputz eta arimari elikadura ematen zioten eltzekari oparoak. Otorduak zentzumenetako egutegi bihurtzen ziren: esneak eta barazkiek udaberria iragartzen zuten; lekaleek eta udako fruta freskoek, uda; haragiek eta onddoek, udazkena; eta neguan kontserbaren jakinduria berreskuratzen zen. Ez ziren otordu hutsak, baizik eta sare sozialen arkitektura bat: konfiantzazko eta elkarren laguntzazko harremanak berreraikitzen zituzten eraikuntza sozialak, bai urte emankorretan eta baita estualdietan ere.

Usadio hauek gizarte-aldaketa handien bidez bilakaera diren heinean, interesgarria da nola gertatu den hamarretakotik hamaiketakora egindako iraultza sotila. Hizkuntzaren aldaketa horrek ez du esanahi hutsal bat adierazten, baizik eta gizartearen sakoneko eraldaketa bat. Hirigintzak lanaren erritmoak berrantolatu ahala, gaur egungo bizimoduak bizitza nekazariaren ordularia egokitu zuen. Hala ere, oraintxe bertan bi terminoek logika bera jarraitzen dute: goiz erdiko atsedenak merezi duela, elkarrekiko partekatzea eta elikatzeko une jakituna. Eta hemen ageri da euskal-nafar kulturaren ahaidetasuna Europako beste ohiturekin: elevenses britainiarrak edo zweites Frühstück alemaniarrak bezalaxe. Baina hamaiketakoak badu berezitasun bat: une hauek ez dira bizitzaren etenaldiak, bizitza bera dira, bere elementu esentzialetan laburbildua. Ez da brunch bat, ez da gosaria ordezkatzen duen otordu hiritar bat, baizik eta berezko gisa bat.

Usadio horren baitan, kontraesan xarmagarria aurkitzen dugu: berezkotasuna eta erritua elkarrekin uztartzen dira. Eta hor datza goizerdiko ahamenaren lilura: aztura zehatz eta bat-bateko ospakizun izateko gaitasuna. Uztailaren 6ko bilkura batzuk hilabeteak lehenagotik planifikatzen badira ere, benetako hamaiketakoak berezko dohainez sortzen dira. Ez dira kartetan agertzen, ez dira iragartzen. Natura bezala agertzen dira: mendiko bide batean partekatutako ogitartekoa, taberna bateko barran jandako mokadua, edo atzoko apurrak gaurko elkarteen bihurtzen diren etxeko sukaldean. Hamaiketakoa, bere forma zintzoenean, ez da bilatzen, aurkitzen da; ez da planifikatzen, bizitzen da. Kontraesan eder horrek —gidoia eta ustekabea— gure herriaren kulturaren funtsa erakusten du: ohitura zaharrak ohoratzen jakitea eta ustekabeari ongietorria ematea, egitura sortu eta espontaneitatea ospatzea.

Desbide horiek agerikoago bihurtzen dira kuadrillen barne-antolaketan. Talde horiek gizarteko unibertso oso korapilatsua ezkutatzen dute. Txoko gastronomikoetan antolatutako talde formalak izan edo adiskide talde informalak, mikrokomunitateak dira. Sukaldaritza jardunbidea nortasunaren adierazpide bihurtzen da, eta elikagaiak partekatzea norbere burua banatzea da. Barnean, koreografia berezi bat garatzen da: nor sukaldatzen duen, nor arduratzen den ardoaz edo sagardoaz, nor garbiketaz. Ez dira ausazko erabakiak, hierarkiak islatzen dituzten gizarte-negoziazio katramilatsuak baizik, ohiturak zalantzan jartzen dituztenak eta garaiekin batera aldatzen dutenak. Herriko taberna bateko mahaia, etxeko sukaldeko eserlekua edo elkarte bateko jantokia… denak bihurtzen dira antzoki, non partaidetza otorduz otordu entseatzen den, non istorioak barrez zipriztintzen diren, eta usadioak esku-eskuan errezeta gisa igortzen diren.

Igorpen horren bidez, kuadrillako hamarretako bakoitza hezkuntza xanfarin baina sakon baten erakundea bihurtzen da. Edozein bilkuratan sartzen da norbera zaporearen unibertsitatera. Bertan, gazteek plater ezagunen isilekoak ikasten dituzte begiz eta parte hartuz: txistorrarekin lagundutako arrautzak, txula edo magrak… ala tomatedun urdaiazpiko-xerra xumeak baina dotoreak, potxa erregosiak, kroketen urrezko hobezintasuna, bakailao pil-pilaren antzinako alkimia edo zezena-buztanaren ragoûta Sanferminetarako gordea. Baina ikasketa curriculuma teknikaz harago doa. Adinekoek osagaien genealogiak, antolaketaren esanahi kulturalak, eta otordu bakoitzaren atzean dauden istorioak partekatzen dituzte. Edarien aukeraketa bera alfabetizazio kultural bihurtzen da: lurraldea islatzen duten ardo gorriak, sagardoa antzinako baratzeekin lotzen dena, edo cava-sorbeteak ospakizunaren une bereziak markatzen dituena. Otordu hauek oroimena gordailu bihurtzen dira: ahozko ondarearen artxiboak, sentsibilitate gastronomikoaren liburutegiak. Ez da jakintza liburuz transmititzen, baizik eta zaporez; ez hitzaldiz, baizik eta sortze- eta kontsumo-ekintza partekatuaren bidez.

Eta ez da beste inon hamaiketakoak bere indar kulturala hain modu ikusgarrian erakusten duenik, uztailaren 6an Iruñean baino. Egunsentia baino lehen -lehergailuak jaia iragatzeko zain dagoen bitartean- milaka kuadrilla elkartzen dira gosaltzeko eta goizerdiko mokatu egiteko, eguneroko espazioak ospakizun gune bihurtuz. Etxeetan, peñetan, elkarteetan eta jatetxeetan, gizonek eta emakumeek, gazteek eta helduek, auzotarrek eta giriek, zuriz jantzita, tokiko identitatez betetako mahaiak partekatzen dituzte: arrautzak hirugiharrarekin, igel-hanka frijituak, piper berde gozoak, eta txistorra ogi txikietan sartuta. Batzuetan zutik eta bestetan eseri, kantu eta algaren artean, zentzumen eta protokolo festa bat sortzen da.

Uztailaren 6ko hamaiketako horrek jardute osoaren dualtasuna biltzen du: planifikatua eta ustekabez sortua, erakundetua eta berezkoa. Batzuetan hilabeteetako koordinazioa behar da, eta beste batzuetan kalean bertan, abestien eta bat-bateko dantzen artean sortzen da. Paradoxa horrek hamaiketakoaren funtsa erakusten du: egun jakin batean egon ala ezustekoa izan, otordua kolektiboki bat egiteko, ospatzeko eta sustraituta egoteko nahia da. Horregatik irauten du goizerdiko askari honek egungo aldaketen aurrean. Hiri-bizitzak, globalizazioak, familia-eredu berriek eta lan-erritmoek dena aldatu arren, goiz uneko otordu honek bizirik dirau. Sare sozialen dokumentaziora egokitu da, turismoaren jakin-mina jasan du, merkantilizazioari aurre egin dio, baina bere muina galdu gabe. Isilkoa ez dago menuko izenburuan, baizik eta bertan: elkarrekin jatea, barre egitea, platerak partekatzea, edariak zerbitzatzea, istorioak gogoratzea eta berriak bat-batean bota. Mendi ikuspegi batez lagunduta, industrialde bateko atsedenaldian edo Sanferminetako anabasa zoriontsuan, hamaiketakoa bizi-bizi dago, gosea ez ezik, harreman, nortasun eta etxekotasunaren gose sakonago bat asetzen duelako.

Azterketa honetatik ondorioztatzen dena da: elikagai horren berezitasuna ez dela otordu bat soilik, baizik eta zaporearen gizarte-arkitektura oso bat. Kuadrillan mahai hori partekatzea esanahiaren egitura bihurtzen da: osagai, erritu, keinuka eta istorioz osatua. Gure herriaren ohitura gastronomikoak ez du soilik zer jaten den axola, baizik eta nola, noiz, norekin eta zergatik. Elkarrekin eseri, tokiko platerak prestatu eta kontsumitu, unea ospatu eta elkartean norbere lekua berresteak kultura eraikitzeko tresna bihurtzen du otordua. Landa-jatorriko lan zikloetatik, eguneroko bizitzako erritmoetan txertatutako praktiketatik, festa-egunetako ikur bihurtutako plateretatik, hamaiketakoa identitatearen ispilu eta egile bihurtzen da bai baserrian eta bai Iruñean.

Usadioaren eta berrikuntzaren, egituraren eta berezkotasunaren, gose pertsonalaren eta elkar elikaduraren arteko dantza horretan, belaunaldiak ez dute bakarrik gorputza elikatzen, baizik eta nortasunaren eta partaidetzaren sentimendua. Otordu bat bestearen atzetik, urte bat bestearen ondotik, hamaiketan elkarrekin biltzeko ekintza sinpleak gizarte hortz horren esanahia idazten jarraitzen du -Vieja Iruñan edo gure beste edozein herritan-. plateretik platerera. Hamaiketakoak gogorarazten digu bizitzako egia sakonenak ez direla keinu handietan aurkitzen, baizik eta ogia banaketako eguneroko poesian, komunitateak eskaintzen duen partaidetzaren zaporean. Hamarretakoak zaintza sozialaren adierazle dira kuadrillaren baitan, baina ez dira ekintza isolatuak. Ohizko gizarte nafarrean, eta gaur egungoan ere bai, gizataldeak badaki laguntza ez dela une bakar batean agortu behar, denboran zehar luzatu behar dela. Esaerak dioen bezala: “nori jaten ematen diozun, ez iezaiozu hamaiketako ukatu”.

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